viernes, 2 de junio de 2023

EL DERECHO A LA CIUDADANÍA MULTICULTURAL Camilo Borrero García

EL DERECHO A LA CIUDADANÍA MULTICULTURAL

Camilo Borrero García

Fragmento del texto Derechos Multiculturales (étnicos) en Colombia: Una dogmática ambivalente. Universidad Nacional de Colombia, Serie Estudios Jurídicos No. 1, Bogotá, 424 pp. 


  1. Como anunciamos previamente, las tesis centrales del multiculturalismo se postulan siguiendo los planteamientos de Will Kymlicka, principalmente. Una vez sintetizados éstos, se apelará colateralmente a matices sugeridos por Charles Taylor y Joseph Raz, como una forma de darle mayor consistencia a las propuestas de dicha corriente.

  2. A su vez, Kymlicka, filósofo canadiense, postuló en 1995 (con traducción al español del año siguiente) lo que podría considerarse el corazón de su propuesta, en su texto Ciudadanía Multicultural (1996). A partir de ésta, y frente a críticas o preguntas que han suscitado sus textos, ha venido precisando el alcance de sus ideas en diferentes recopilaciones, de las cuales sobresalen La Política Vernácula (Kymlicka, 2003), Fronteras Territoriales (Kymlicka, 2006), Derechos de las Minorías y Estado de Bienestar (Kymlicka, Will; Banting, Keith, 2007) y Las Odiseas Multiculturales (Kymlicka, 2009). En esta síntesis se citarán en ese orden, tratando de resaltar en cada caso las particularidades que van sumándose al espíritu general de su propuesta.

  3. En Ciudadanía Multicultural el filósofo canadiense busca fundamentalmente responderse esta pregunta: ¿dentro de cierto tipo de  sociedades liberales son imprescindibles los derechos diferenciados en función del grupo cultural?

  4. La respuesta afirmativa que va construyendo, le implica al autor ir más allá de dos tipos de planteamientos del problema que se vienen inmediatamente a la mente cuando se menciona el tema: Primero, que estamos ante una forma del debate entre derechos individuales y colectivos, frente al cual el liberalismo optaría por la defensa de los primeros. Segundo: que la misma tradición liberal se opone a la consideración de otorgar derechos específicos en función del grupo.

  5. Kymlicka inicia sus reflexiones constatando un par de verdades empíricas inobjetables: la mayoría de los países son actualmente culturalmente diversos. Y, a su interior, diversos grupos minoritarios exigen el reconocimiento de su identidad. De esta forma, se llega a algo que ordinariamente se denomina como el reto del multiculturalismo

  6. Sin embargo, aquí encontramos enfrentados dos modelos distintos de diversidad cultural: el de la multiplicidad de naciones o comunidades históricas asentadas en un territorio estatalmente común, que el autor denomina estados multinacionales,  y el de los estados conformados por distintos grupos de inmigrantes, al que considerará como poliétnicos. Obviamente, se trata de características analíticas, pues en buena proporción la realidad nos muestra incluso que muchos de los Estados cuyos rasgos son preponderantemente multinacionales también son poliétnicos, y viceversa. Lo que sí estaría en cuestión sería la existencia extendida de Estados culturalmente uniformes, a pesar de que paradójicamente la mayor parte de la producción teórica se dirige a éstos.

  7. A su vez, para que esta caracterización dual tenga sentido, el autor requiere utilizar una categoría operativa de cultura que le permita diferenciar, al mismo tiempo, la extrema generalidad del aserto, que llevaría a afirmaciones como la de que en últimas todas las sociedades compartimos la misma cultura pues derivamos de patrones de civilizaciones más o menos compartidos, y los entendimientos más difusos o ambivalentes, que llevarían a considerar como cultural tanto la pertenencia a una nación como a un grupo de género o generación:

    1. Por mi parte, empleó los términos cultura (y multicultural) en un sentido diferente. Me centraré en el tipo de multiculturalismo derivado de las diferencias nacionales y étnicas. Como dije antes, utilizó cultura como sinónimo de nación o pueblo; es decir, como una comunidad intergeneracional, más o menos completa institucionalmente, que ocupa un territorio o una patria determinada y comparte un lenguaje y una historia específicos. Por tanto, un Estado es multicultural bien si sus miembros pertenecen a naciones diferentes (un Estado multinacional), bien si éstos han emigrado de diversas naciones (un Estado pluriétnico), siempre y cuando ello suponga un aspecto importante de la identidad personal y la vida política” (Kymlicka, 1996, pág. 36). 

  8. Nuestro escrito se centrará preferentemente en las consideraciones referidas a los Estados multinacionales, por cuanto se corresponden precisamente con la pregunta de investigación que nos estamos formulando. En ese orden de ideas, Kymlicka señala cómo los derechos que estas parcialidades tienden a levantar frente a las culturas nacionales hegemónicas se relacionan ordinariamente con autogobierno, representación y derechos poliétnicos (derechos especiales que deberían tener sus miembros en razón de su etnia), remitiendo a tres tipos de ciudadanía diferenciada (en la medida en que un miembro de estas parcialidades adquiere o ve restringidos derechos distintos a los miembros de otra comunidad nacional). 

  9. Y éste es un punto en que la cuestión de los derechos diferenciados en función del grupo adquiere ya una considerable complejidad práctica. Aunque de hecho la mayoría de los Estados involucran mecanismos de protección en uno de los tres sentidos anotados, es igualmente cierto que las relaciones que se establecen entre ellos no dejan de ser particulares.

  10. Así, a manera de ejemplo, los derechos de representación pueden otorgarse como fruto de preocupación por la democracia participativa (infravaloración de algunas minorías que no logran hacerse oír en sus intereses políticos) o  como una consecuencia directa y necesaria del autogobierno: dado éste, ningún organismo externo puede resolver unilateralmente en competencias que afectan estas minorías, sin asegurar su consentimiento. Paralelamente, otorgar derechos políticos diferenciados a un grupo lleva muy rápidamente al debate sobre su relación con los derechos individuales, sobre todo cuando su aplicación deriva en restricción de estos últimos (como en los casos en que se afecta la libertad de culto, la igualdad por razones de género, etc.)

  11. En este punto, Kymlicka muestra cómo estamos lejos del debate que opone derechos individuales y colectivos, pues  lo que aquí entra en juego es de otra índole. Por un lado, están implicadas reivindicaciones que un grupo étnico pueda hacer contra sus propios miembros. Y, por la otra,  reivindicaciones que ese mismo grupo hace contra la sociedad que lo engloba.

  12. Estas últimas implican, por lo tanto, protecciones externas: medidas que el grupo busca en aras a proteger su existencia y su identidad específica frente a otros grupos. Las primeras, remiten a restricciones internas: limitaciones a las libertades civiles y políticas básicas de sus miembros en aras a conservar la cultura o la tradición.

  13. Ahora bien, no todas las culturas nacionales reivindican protecciones externas y restricciones internas al mismo tiempo, y no necesariamente cuando luchan por derechos de autogobierno, políticos o especiales de representación están intentando imponer restricciones internas o de obtener protecciones externas. Pero, en conjunto, están intentando ser menos vulnerables y asegurar su sobrevivencia. 

  14. Ordinariamente, se encontraría un cuadro similar al siguiente:

    1. Los derechos especiales de representación para un grupo dentro de las instituciones políticas del conjunto de la sociedad hacen menos probable que una minoría nacional o étnica sea ignorada en decisiones que afecten globalmente al país. Los derechos de autogobierno confieren poderes a unidades políticas más pequeñas, de manera que una minoría nacional no puede ser desestimada o subestimada por la mayoría de decisiones que son de particular importancia para su cultura, como las cuestiones de educación, inmigración, desarrollo de recursos, lengua y derecho familiar. Los derechos poliétnicos protegen prácticas religiosas y culturales específicas que podrían no estar adecuadamente apoyadas mediante el mercado (por ejemplo subvencionando programas que fomenten las lenguas y las artes en los grupos), o que están en desventaja (muchas veces inintencionadamente) en la legislación vigente (por ejemplo, las exenciones a la legislación de cierre dominical o pautas indumentarias que entran en conflicto con creencias religiosas)... En tales circunstancias, no se produce necesariamente un conflicto entre las protecciones externas y los derechos individuales de los miembros del grupo. La existencia de tales protecciones externas nos habla de la relación entre la mayoría y los grupos minoritarios; no nos dice nada acerca de la relación entre el grupo étnico o nacional y sus propios miembros. Los grupos que tienen esas protecciones externas pueden respetar plenamente los derechos civiles y políticos de sus miembros... Sin embargo, otros grupos están interesados en controlar el disenso interno y reclaman derechos diferenciados en función del grupo para imponer restricciones internas sobre sus miembros. Tanto los derechos de autogobierno como los derechos políticos pueden, en determinadas circunstancias, ser empleados para limitar los derechos de los miembros del grupo minoritario” (Kymlicka, 1996, págs. 61 - 62).

  15. Lo que plantea dos tipos de problemas distintos: Uno, el del derecho a la sobrevivencia cultural en medio de sociedades liberales mayores que son, a su vez, multiculturales. Y otro, el de restricciones internas promovidas por grupos nacionales que afecten sensiblemente los derechos liberales de sus miembros, sobre todo cuando estas mismas parcialidades se reclaman a sí mismas como liberales (o, por lo menos, afirman no compartir el universo de sentido liberal). En ambos casos, la cuestión preponderante no es si la comunidad tiene prelación sobre los individuos, sino si la justicia entre grupos exige que a los miembros de grupos diferentes se les concedan derechos diferentes.

  16. A partir de profusas referencias bibliográficas, Kymlicka ilustra la diversidad de puntos de vista que se encuentran en la tradición liberal con respecto a los derechos de las culturas minoritarias. En medio de ese debate, no era raro encontrar en épocas pasadas defensores a ultranza de la idea de que la libertad era posible únicamente en los Estados multinacionales, o de que el autogobierno sólo era defensable si el pueblo era un pueblo (Kymlicka, 1996, págs. 78 - 87).

  17. Sin embargo, diversos factores incidieron en el abandono del tema por parte de los pensadores liberales contemporáneos: la poca importancia que a los mismos le concedieron los teóricos norteamericanos, la experiencia de la Segunda Guerra Mundial y el problema del nazismo, el fracaso del Plan de Protección de Minorías de la Sociedad de Naciones y el proceso de segregación racial en los Estados Unidos (a partir de una tendenciosa lectura de la sentencia del caso Brown, que llevaría de la fórmula de leyes ciegas al color o a la ceguera en lo relacionado a los derechos de las minorías nacionales).

  18. Tanto así que reputados defensores del pluralismo en Norteamérica, como en el caso de Michael Walzer, se muestran reacios, y a veces hasta hostiles, al reconocimiento de derechos especiales en función del grupo, por lo menos en lo que a dicha tradición nacional compete. 

  19. Retornando a las fuentes, la posición del Kymlicka es que los derechos de las minorías no sólo son consistentes con la libertad individual, sino que incluso la pueden fomentar. O, en otras palabras, que existe una íntima conexión entre libertad y cultura.

  20. El punto sería el siguiente: en el mundo existen diversos tipos de culturas societales, cuyas prácticas e instituciones comprenden toda la gama de actividades humanas públicas y privadas. De alguna forma, estas culturas societales luchan entre sí, en medio de una especie de ideal moderno de una cultura común con pretensiones hegemónicas.

  21. Ahora bien, si el presupuesto de la libertad liberal consiste en la amplia posibilidad dada al individuo para que éste pueda elegir lo que considera buena vida, así  se equivoque, tendríamos que considerar dos premisas o condiciones básicas para su desarrollo: que podamos dirigir nuestra vida desde adentro, de acuerdo con nuestras propias convicciones, y que podamos cuestionar esas mismas creencias.

  22. Estas condiciones generalmente son posibles al interior de una determinada cultura social, dado que son ellas las que nos permiten entender el significado de las prácticas sociales, a partir de la comprensión de su lenguaje, tradiciones, convenciones, etc. Sólo así podemos hacer juicios inteligentes sobre cómo dirigir nuestras vidas.

  23. Por ello, y en esto Kymlicka sigue a Dworkin, la protección de las culturas no es valiosa sólo por ellas en sí mismas, sino porque únicamente gracias al acceso a una cultura societal las personas pueden adherir a una serie de opciones significativas para sus vidas. Así, si para ejercer la libertad se requiere el acceso a una cultura social, las medidas diferenciadas que lo aseguran y fomentan tienen un legítimo papel a jugar dentro de una teoría liberal de la justicia.

  24. Obviamente, para llegar a este paso deben vencerse algunas objeciones de peso. Quizás la principal sea: ¿por qué debe  protegerse el acceso a la propia cultura? ¿No bastaría con proteger la cultura mayoritaria, y crear las condiciones para que todos puedan integrarse a ella? Máxime cuando está probado que algunas personas pueden cambiar de cultura, o que incluso buscan hacerlo (como en el caso de muchos inmigrantes).

  25. En este punto, Kymlicka considera (siguiendo a Rawls en el ejemplo de las comunidades políticas) que el tránsito de una cultura social hacia otra es inusual, traumático y difícilmente asegura una plena integración. Y así como del hecho de que algunos opten por el voto de pobreza no se sigue que todos debamos ser pobres, del tránsito de unos individuos cosmopolitas hacia otras culturas no se puede postular una regla de comportamiento ideal.

  26. Pero aquí se evidencia otro problema complejo: ¿para asegurar la posibilidad de la libertad liberal debe prohibir la existencia de culturas iliberales? O, si son las culturas liberales las que posibilitan esa libertad, ¿el camino no sería más bien el de tratar de liberalizarse, o alentar u obligar a los miembros de esas específicas culturas a que se asimilen a culturas societales más liberales?

  27. En este punto, Kymlicka considera que la oposición entre culturas liberales e iliberales no es del todo nítida. De hecho, casi siempre se mantienen rasgos de ambas, y el problema quizás sería de grado. Pero asume, igualmente, que el proyecto de tratar de liberalizar las culturas menos liberales es legítimo, sobre todo por cuanto casi todas las culturas actuales son permeadas de cualquier forma por influencias externas.

  28. Anclados en este punto, la pregunta por los derechos específicos en función de grupo cultural adquiere otro sentido. Sobre todo, por las exigencias de la igualdad.

  29. En efecto, el autor canadiense ilustra en forma sugestiva cómo no sólo no hay manera de lograr una completa separación entre Estado y etnicidad, sino que tampoco hay razones para lamentarlo. En la práctica, opciones como la lengua en que se ofrece la instrucción pública o se tramitan los procesos judiciales, los días que se consideran de descanso laboral  (domingos o feriados), las obligaciones de portar cierto tipo de vestimentas tanto en la órbita oficial como privada (faldas para funcionarias, cascos para los motociclistas) son sólo algunos ejemplos en que está presente una decisión pública ligada con tradiciones religiosas o étnicas enraizadas en culturas nacionales precisas.

  30. Vistas así las cosas, los derechos especiales en función de grupo no son tan excepcionales: los imponen de hecho las mayorías. La pretendida omisión bienintencionada que debería mantener el Estado en esta materia no es más que un mito.

    1. Ahora bien, la única cuestión pendiente es cómo asegurar que estas inevitables formas de apoyo a determinados grupos étnicos y nacionales se produzcan en forma equitativa; es decir, cómo asegurar que no privilegien a ciertos grupos en detrimento de otros. En la medida en que las políticas existentes apoyan la lengua, la cultura y la identidad de las naciones y los grupos étnicos dominantes, el argumento de la igualdad asegura que se intente proporcionar, a través de los derechos de autogobierno y poliétnicos, un apoyo similar a los grupos minoritarios” (Kymlicka, 1996, pág. 164).

  31. Pero si bien por esta vía se llega a justificar dentro de la teoría liberal la existencia de derechos especiales en función de grupo para comunidades nacionales minoritarias (hemos dejado explícitamente de lado el tema de los derechos de los inmigrantes dentro de Estados poliétnicos), no significa haber superado del todo el punto de las restricciones internas que provienen de culturas en mayor grado iliberales y que afectan precisamente las libertades individuales.

  32. Pensando desde la perspectiva liberal, en este punto Kymlicka se inclina por una fórmula que combine libertad dentro del grupo minoritario e igualdad entre grupos minoritarios y mayoritarios. Lo que equivaldría a aceptar sólo en situaciones excepcionales las restricciones internas, y en general siempre bajo la idea de que los individuos deben tener la posibilidad de decidir por sí mismos qué aspectos de su herencia cultural merecen perpetuarse.

  33. Con lo que se llega a un punto importante, a mi juicio: las reivindicaciones de los grupos minoritarios no siempre coinciden con las de la sociedad liberal, ni se debe esperar que así suceda. Por ejemplo, algunas comunidades se oponen a medidas que fomenten la libertad individual o la autonomía, y de hecho restringen prácticas que llevarían a la pluralidad religiosa o la igualdad de derechos entre los sexos. Cuando chocan sus intereses con los de la sociedad liberal, cabría esperar dos tipos de conflictos: o esta última impone sus principios, en virtud de la primacía dada a la autonomía individual (frente a lo cual las minorías podrían invocar, con mucho de razón, que los pretendidos derechos otorgados en función del grupo son entonces mera  retórica funcional), o prima el valor de la tolerancia, y la sociedad liberal acepta que imponer su punto de vista constituye un tipo de sectarismo injustificado frente a otras visiones culturales, así se pongan en duda sus principios rectores

  34. En este punto, aun cuando el filósofo canadiense se inclina por la primera fórmula, llama la atención sobre dos proyectos mundiales en curso: el de la liberalización progresiva de las culturas (la cuestión de la gradualidad entre sociedades liberales e iliberales fue comentada anteriormente) y el papel que pueden cumplir los organismos internacionales de protección de derechos humanos.

  35. Finalmente, quedaría la pregunta de si el otorgamiento de derechos especiales en función del grupo altera las premisas de la ciudadanía, pues ésta no sólo supone precisamente tratar a todos los individuos como iguales, sino que adicionalmente uno de los requisitos para que la democracia funcione legítimamente estriba en un grado de conciencia sobre este sustrato común que posibilita los sentimientos de identidad y fraternidad, de compartir una misma comunidad y ciertos objetivos comunes. 

  36. En principio Kymlicka considera que, de hecho, casi todos los países reconocen de una u otra forma derechos especiales en función del grupo (fundamentalmente para sus mayorías, como se vio en su momento), luego el primer obstáculo estaría más o menos allanado en la práctica. Pero para resolver lo relacionado con el sentimiento compartido de finalidad cívica y solidaridad, sería necesario distinguir entre las tres formas de ciudadanía diferenciada: mientras los derechos de representación y muchas reivindicaciones pluriétnicas son inclusivos (las minorías quieren que los dejen hacer parte del grueso de la sociedad, o que se les amplíen beneficios que ya tienen otros grupos), los derechos de autogobierno pueden representar desafíos a la función integradora de la ciudadanía, pues por lo menos formarían un tipo de ciudadanía dual (pertenencia a la sociedad mayor y a su propia nación o pueblo). 

  37. Aunque en este último punto no hay respuestas definitivas, Kymlicka tiende a alinearse entre aquellos que ponderan más las razones pragmáticas que las conceptuales: el negar estos derechos aumentaría los deseos de secesión, o generaría una idea meramente formal de la ciudadanía común.

  38. En La Política Vernácula, que más que un texto uniforme constituye una colección de ensayos y ponencias, Kymlicka le sale al paso a varias de las objeciones que le han formulado a su teoría. De dicho conjunto, nos interesa resaltar sobre todo dos líneas argumentativas: la que da por concluido el debate con los comunitaristas, fijando como nuevo derrotero el de la construcción del Estado, y la que se ocupa de ubicar en su análisis la situación de los pueblos indígenas. Veamos estos dos aspectos con mayor detalle:

  39. En primer lugar, el autor canadiense llama la atención sobre el hecho de que el debate sobre los derechos de las minorías pasó, en un par de décadas, de ser un asunto marginal, del cual sólo se ocupaban algunos filósofos, a ocupar un primer plano en la teoría política. Y ello se debe, entre otras razones, a la oleada de nacionalismos étnicos que surgieron tras la caída del Muro de Berlín y el derrumbe del comunismo en Europa Oriental. A lo que se sumó la creciente amenaza de secesión en varias reputadas democracias occidentales, como Canadá (Quebec), Gran Bretaña (Escocia), Bélgica (Flandes) y España (Cataluña). 

  40. En el curso del actual debate, ya no se tiene como referente al comunitarismo, en especial por una consideración pragmática: “La mayoría de los grupos etnoculturales existentes en el seno de las democracias occidentales no quieren ser protegidos de las fuerzas de la modernidad que actúan sobre las sociedades liberales. Por el contrario, desean participar de forma plena e igualitaria en las sociedades modernas…” (Kymlicka, 2003, pág. 33). Esto ha llevado a una segunda fase del problema, en donde la pregunta que surge es más bien ésta: ¿cuál es la posible extensión de los derechos de las minorías dentro de la teoría liberal? Lo que lleva a trascender del tema de si el liberalismo debería proteger a minorías comunitaristas para llegar al de si minorías que comparten principios liberales básicos necesitan, pese a todo, los derechos de las minorías.

  41. Para Kymlicka la respuesta a este interrogante sigue siendo afirmativo, en razón a los siguientes argumentos: por una parte, aún en estas condiciones no se puede afirmar que el Estado sea neutral respecto a las identidades étnicas, ni que opere frente a la cultura societal de la misma forma que lo hace con la religión. Lo que lleva a adoptar un modelo de Estado liberal democrático que no sea etno culturalmente neutro, al cual denominará como el modelo de la construcción nacional, al interior del cual se pueda promover más de una cultura societal con igualdad de oportunidades. 

  42. No obstante, es innegable el hecho de que esta construcción se hace desde una lengua común y una particular cultura hegemónica. Esto nos lleva a la pregunta de cómo se ven afectadas las minorías, y qué pueden hacer al respecto. Según Kymlicka, ellas generalmente se ven confrontadas a una elección: aceptan la cultura mayoritaria, quizás regateado los términos de la integración, buscan tener tipos de derechos y poderes de autogobierno para mantener su propia cultura societal, o aceptan su marginación permanente. 

  43. Dado que en las últimas décadas se ha tendido a considerar que las demandas de las minorías no son inherentemente injustas, los elementos que llevaban a una posible oposición total frente a sus derechos ya se han desvanecido. Lo que lleva a estudiar de manera concreta las demandas de estas minorías. “En el plano de los casos particulares, el debate no se centra en si el multiculturalismo es correcto o equivocado en cuanto a su principio, sino más bien en una serie de cuestiones más prácticas sobre la distribución de los beneficios y cargas de las políticas específicas – por ejemplo, ¿cuál es exactamente la desventaja a que una minoría se enfrenta dentro de una particular estructura institucional? ¿Logrará la propuesta reforma multiculturalista remediar en la práctica esta desventaja? ¿Quedan distribuidos con justicia los costes de una particular política multiculturalista, o hay algunos individuos o subgrupos dentro o fuera del grupo a los que se les pide que respalden una injusta porción de los costes? ¿Existen políticas alternativas que puedan remediar la desventaja de un modo más efectivo y menos costoso?...” (Kymlicka, 2003, pág. 52).

  44. Estas preguntas, por supuesto, implican procesos complejos de respuesta cultural e institucional que están todavía por construirse. Pero lo que tiene de valiosa esta nueva fase estriba en que lo que se discute ya no es la pertinencia de las demandas multiculturales, sino cómo se relacionan éstas con la construcción nacional de la mayoría.

  45. Otro aspecto que no queda del todo dilucidado, según nuestro autor, es el de las minorías nacionales que no tienen la característica de ser liberales en sus expectativas, como acontece con los pueblos indígenas. Y aquí, le preocupa a Kymlicka la creciente regulación internacional que podría dar paso a una especie de derecho a la autodeterminación de éstos, sustancialmente distinto al de las “minorías nacionales”, pero al mismo tiempo manteniendo las posiciones y derechos de las minorías frente al Estado. Esta dualidad viene siendo salvada otorgándole al derecho a la autodeterminación una interpretación diferente a la usual (el derecho a constituir un Estado), y planteándose de forma más suave como el derecho a la autonomía interna. Pero a los mismos pueblos indígenas y sus defensores esta interpretación no parece agradarles, por cuanto negaría una especie de derecho sustantivo a la autodeterminación. Y, para ello, algunas veces argumentan la historia de colonización y maltrato étnico por el que han pasado, o el de la radical diferencia cultural frente a Occidente.

  46. Para Kymlicka, esta última línea argumentativa es complicada. Por una parte, porque es posible demostrar la necesidad de derechos diferenciados tanto en el caso histórico de maltrato étnico (Yugoslavia, Irlanda), como en el contrario (Asia). Además, porque la alteridad cultural es difícil de sustentar en abstracto. Podría llevar tanto a defender únicamente los casos en que los estilos de vida tradicionales se mantengan, con el riesgo de su aislamiento, como marginarlos de su participación activa en instituciones sociales y políticas de mayor tamaño. 

  47. Además, lo que parece ser definitivo, esta teoría no discute aquellos casos en que las tradiciones liberales o no democráticas violan las normas de los derechos humanos vigentes y no nos dice qué es lo que implica o conlleva la norma de la integridad cultural en esos casos… Pocas personas se mostraron en desacuerdo con un principio de “integridad cultural” si éste se limitará a los casos benignos. Sin embargo, al menos en los debates populares, ese principio se aplica con mayor amplitud, como una base para perpetuar las tradiciones que violan los derechos individuales civiles y políticos de las personas… Esto plantea un problema especial para aquellos que desean defender los derechos indígenas sobre la base de una diferencia cultural radical. Sería extraño defender la autodeterminación indígena con el fundamento de que la cultura indígena es radicalmente inconmensurable respecto de los modos de vida occidentales y, acto seguido, insistir en que la “integridad cultural” sólo se aplica a las tradiciones culturales que se adecuan a las normas occidentales de los derechos humanos…” (Kymlicka, 2003, pág. 182).

  48. En Fronteras Territoriales, como su nombre lo indica, el filósofo canadiense aborda el tema de la posible contradicción que supondría para los liberales igualitaristas el mantenimiento de las fronteras. Llama así la atención sobre el sutil y a veces inadvertido cambio de enfoque, que inicia hablando de la igualdad moral de las personas para terminar invocando la igualdad moral de los ciudadanos. “En un mundo caracterizado por masivas desigualdades globales, la idea de que las libertades y oportunidades que se tienen están circunscritas al Estado en que se nace significa que algunas personas nacen con un estatus legal que les garantiza seguridad personal, amplias oportunidades y un nivel de vida digno, mientras que otros (sin culpa alguna) nacen con un estatus jurídico que les condena a la pobreza e inseguridad… Es difícil entender cómo tal práctica pueda justificarse desde un marco teórico liberal igualitarista basado en la igualdad moral de las personas. La lógica de sus propios principios parece comprometer a los liberales igualitaristas a defender la apertura de fronteras…” (Kymlicka, 2006, pág. 36).

  49. Evidentemente, la argumentación integral que elabora Kymlicka para sustentar la pertinencia de las fronteras, a pesar de esta objeción inicial, escapa al objeto de esta síntesis. Pero sólo quisiera resaltar cómo, en parte sustantiva de ella, nuestro autor le da mayor consistencia a su idea de la “construcción nacional”, delineada en los acápites anteriores, lo que le permite establecer una especie de decálogo de buenas prácticas de los Estados liberales democráticos empeñados en ello

  50. Trayendo a consideración las ideas de Rawls y su posición original, el filósofo se pregunta si la persona que considerara un Estado liberal que fuera respetuoso de estas prácticas en su construcción nacional optaría por fronteras abiertas o cerradas. Y su respuesta no deja de ser paradójica:

    1. A la luz de los argumentos que se han señalado, pienso que la gente aceptaría que las fronteras deberían trazarse, en la medida de lo posible, para crear distintas comunidades nacionales. También aceptarían que los Estados pudieran adoptar medidas restrictivas de construcción nacional para consolidar y proteger el sentido de identidad nacional dentro de cada Estado; y que, siempre que no haya una excesiva desigualdad económica entre las naciones, los Estados deberían tener la facultad de regular los procesos de admisión y de naturalización de los extranjeros. ¿Por qué los grupos en la posición original no estarían a favor de un sistema de fronteras abiertas, según la cual la gente pudiera atravesar libremente las fronteras y establecerse, trabajar y votar en el país que escogiera? Después de todo, un sistema de estas características incrementa drásticamente el ámbito dentro del cual se trataría a los individuos como ciudadanos libres e iguales. Sin embargo, la apertura de las fronteras también propiciaría la incapacidad de los miembros de las distintas comunidades nacionales de preservar su supervivencia en tanto que comunidades culturales distintivas, en la medida en que las personas procedentes de otras culturas pudieran establecerse en el territorio y desplazarnos numéricamente. Por tanto, las partes en la posición original se enfrentan a una disyuntiva. Por un lado, el incremento de la movilidad y la expansión del ámbito dentro del cual los individuos iguales y libres y, por otro lado, menos movilidad pero mayor seguridad de que el pueblo puede continuar siendo libre y sus miembros pueden seguir siendo miembros iguales de su propia cultura nacional. Muchas personas en las democracias liberales actuales están a favor de esta última opción, y yo creo que los grupos en la posición original harían lo mismo. Preferirían ser libres e iguales dentro de su propia nación, aun cuando esto significaba una menor libertad para trabajar y votar en otro lugar, más que ser ciudadanos del mundo libres e iguales, en caso de que esto provocará la imposibilidad de vivir, trabajar y participar políticamente en su propio idioma y cultura…” (Kymlicka, 2006, págs. 70 - 71).

  51. En Los Derechos de las Minorías y el Estado de Bienestar Kymlicka, junto con su colega de la Universidad de Queen’s, Keith Banting, aborda una de las críticas recurrentes a las políticas multiculturales: la de que éstas afectan o erosionan el Estado de Bienestar. En un estudio de carácter empírico, los dos académicos refutan mediante análisis de caso los distintos argumentos que se han dado para sostener esta afirmación.

  52. Se habla, por ejemplo, del efecto excluyente que producen las políticas multiculturales, pues afectan recursos que deberían ir a la redistribución económica (por ejemplo en programas educativos, de salud o de vivienda), que terminan destinados a procesos de reconocimiento étnico. También se dice que debilitan la distribución, pues fomentan más las diferencias que las semejanzas entre ciudadanos.  En otra línea crítica, se aduce que terminan generando falsos diagnósticos, pues problemas objetivos que sufren minorías raciales terminan siendo tratados como cuestiones de falta de reconocimiento o de racismo, cuya receta es una salida culturalista, lo que impide que sean abordados de forma más estructural o en conexión con cuestiones de clase o desigualdad.

  53. Los autores reconocen algo de verdad en todas estas críticas. Sin embargo, no comparten la idea de que los recortes del Estado de Bienestar estén ligados a la forma de tratamiento de las políticas multiculturales, así ambos fenómenos hayan coincidido en el tiempo. Tampoco creen que ellas hayan afectado la formación de una gran coalición ciudadana que se enfrente políticamente a dichos recortes. Ver de esta manera el asunto es considerar que la lucha política es una especie de suma cero, donde la cantidad de tiempo, energía y dinero destinada a ello fuera fija, y se gastara en una causa de forma tal que se fuera gastando y lo aparentemente colateral (luchas de homosexuales, indígenas, mujeres) afectarán lo crucial (la lucha económica). Finalmente, los autores ilustran cómo muchas de las reivindicaciones étnicas son, al mismo tiempo, de carácter social o de clase. Por supuesto, las hay también de comunidades ricas (como la de los quebequenses o los habitantes de Cataluña) donde el aspecto étnico es primordial. Pero, nuevamente, circunscribir la justicia de estas reivindicaciones a una especie de suma cero, donde la demanda de una determinada causa afecte el consolidado que podría aceptar la comunidad general como injusticia, no parece adecuado (Kymlicka, Will; Banting, Keith, 2007, págs. 6 - 23).

  54. Ahora bien, estudiando evidencia empírica de políticas multiculturales, especialmente orientadas a grupos de inmigrantes o minorías nacionales, en 24 países, si bien en todos los casos puede comprobarse que las políticas del Estado de Bienestar se han visto afectadas, no se ve una correlación entre las políticas multiculturales y el gasto social, la redistribución o los impactos sociales. “Si los críticos estuvieran en lo correcto, esperaríamos que a los países con PM 's fuertes les hubiera ido peor que al promedio. Sin embargo, concentrándose en el caso de las minorías de inmigrantes, el resultado es exactamente el opuesto para cuatro de nuestras cinco mediciones. Países con M 's fuertes lo han hecho mejor que el promedio, en lo que respecta al gasto social, la reducción de la pobreza, la reducción de la desigualdad y la pobreza infantil en su conjunto… Los países con PM 's fuertes también tienen un mejor desempeño que los países con PM's débiles en los dos indicadores de la redistribución para el caso de los inmigrantes y de los pueblos indígenas, y en uno de los indicadores para el caso de las minorías nacionales. Hasta ahora, la posición final es que no hay evidencias de un patrón consistente que permita sostener que la adopción de PM ́s ocasiona la erosión del Estado de Bienestar…” (Kymlicka, Will; Banting, Keith, 2007, págs. 66 - 68).

  55. El último texto de Kymlicka, Las Odiseas Multiculturales, mantiene esa especie de tono evaluativo entre lo que ha sido la implementación del multiculturalismo liberal y su relación con procesos globalizados tanto económicos, sociales y culturales, como normativos. La razón: “El éxito a largo plazo de la difusión global del multiculturalismo requiere de una comprensión más sutil de las condiciones políticas y sociales que hacen posible diversos modelos de relaciones entre el Estado y las minorías, y de la forma en que estas condiciones varían a lo largo del tiempo y del espacio. Necesitamos fundamentar tanto el discurso político del multiculturalismo liberal como el ordenamiento jurídico internacional de los derechos de las minorías en una sociología política más realista. Ello requerirá, a su vez, que modifiquemos no sólo la forma en que describimos y promovemos el multiculturalismo liberal en el mundo, sino también nuestras expectativas acerca de qué modelos o aspectos del mismo son verdaderamente apropiados y relevantes en diversas partes del mundo…” (Kymlicka, 2009, pág. 36).

  56. Aun cuando en términos generales Kymlicka mantiene la línea argumentativa ya descrita, existen matices que a mi juicio son importantes para la consolidación de su propuesta conceptual.

  57. En primer lugar, el punto de inicio ya no es el debate con los comunitaristas u otros liberales críticos, sino el plano global. En este contexto, el autor canadiense le da un peso definitivo a la transformación de las instancias institucionales de derechos humanos en  el concierto internacional: “La adopción oficial de la idea de que un Estado “normal” y “moderno” es aquel que reconoce los derechos indígenas y de las minorías ha hecho inevitable que se otorgue legitimidad a los intentos, por parte de los grupos etnoculturales, de movilizarse políticamente para reclamar estos mismos derechos. Aunque la comunidad internacional no tiene la intención de presionar a los Estados para que acepten las demandas concretas de sus minorías, y a pesar de que las normas internacionales sólo existen en teoría y no están sujetas a una supervisión internacional o a una aplicación efectiva, éstas legitiman en cualquier caso una amplia variedad de movilizaciones políticas étnicas. En el pasado, los Estados podrían haber reprimido este tipo de movilizaciones con la excusa de que eran “radicales”, “desleales”, “subversivas” o “inconstitucionales”. En la actualidad, las minorías pueden alegar que lo único que intentan hacer es aplicar los estándares internacionales que el propio Estado ha suscrito” (Kymlicka, 2009, pág. 57).

  58. Adicionalmente, y reconociendo que existen muchas variedades o formas de multiculturalismo, propone tres rasgos generales que resultan útiles para los estudios empíricos: “¿Qué entendemos por un Estado multicultural? Los detalles específicos varían de un país a otro por razones que citaré más adelante. Las reformas que demandan los afroamericanos de Estados Unidos son totalmente distintas de las de los indígenas maoríes o la de los inmigrantes chinos en Canadá. No obstante, existen algunos principios generales en relación con los Estados multiculturales que son comunes a todas estas luchas. En primer lugar, un Estado multicultural implica el repudio a la idea tradicional de que el Estado pertenece a un único grupo nacional. En su lugar, el Estado debe ser visto como un patrimonio de todos los ciudadanos. En segundo lugar, y a consecuencia de esto último, un Estado multicultural debe rechazar toda política de construcción nacional que excluya a los miembros de una minoría o un grupo no dominante. En su lugar, debe aceptar que los individuos deben poder acceder a las instituciones públicas y participar en la vida política como ciudadanos en pie de igualdad sin tener que esconder o negar su identidad cultural. El Estado acepta su obligación de reconocer la historia, la lengua y la cultura de los grupos no dominantes, al igual que hace con el grupo dominante. En tercer lugar, un Estado multicultural reconoce la injusticia histórica cometida en contra de las minorías y los grupos no dominantes a través de estas políticas de asimilación y exclusión, y manifiesta su disposición a ofrecer algún tipo de remedio o rectificación al respecto. Estas tres ideas – rechazar la idea del Estado como perteneciente al grupo dominante; sustituir las políticas asimilacionistas por otras de reconocimiento y acomodación, y admitir la injusticia histórica, ofreciendo un remedio al respecto – están relacionadas entre sí y son compartidas por casi todas las luchas a favor del “multiculturalismo” en el mundo real…” (Kymlicka, 2009, pág. 80).

  59. En este contexto, la correlación entre derechos humanos y multiculturalismo parece mucho más estrecha y fundante: “Es poco probable que los Estados acepten mecanismos sólidos de derechos a favor de las minorías si temen que ello puede conducir a la formación de islas de tiranía en el seno de un Estado democrático. Por tanto, la probabilidad de que las medidas multiculturales susciten un verdadero apoyo popular depende, en gran medida, de que tales reformas no pongan en peligro los derechos humanos ni los valores liberal-democráticos y, en este sentido, la revolución de los derechos humanos ha tenido un doble efecto. Aunque ha animado a las minorías a demandar este tipo de reformas, también es cierto que ha determinado la forma en que éstas han articulado y perseguido sus derechos. En realidad, la revolución de los derechos humanos es un arma de doble filo, dado que ha posibilitado la creación de un espacio político para que los grupos etnoculturales se enfrenten a las jerarquías heredadas, pero también ha obligado a que articulen sus demandas empleando un lenguaje muy concreto: el de los derechos humanos, el liberalismo de los derechos civiles y el constitucionalismo democrático, con todas sus garantías respecto a la igualdad de género, la libertad religiosa, la no discriminación racial, los derechos de los gais, las garantías procesales, etc. Los líderes de las minorías pueden apelar a los principios del multiculturalismo liberal para contrarrestar su exclusión y su subordinación tradicionales, pero estos mismos principios también los obligan a ser justos, tolerantes e inclusivos…” (Kymlicka, 2009, pág. 107).

  60. Desde estas adscripciones básicas, que evidentemente pueden ser meramente retórica, pose para la galería internacional, y así lo reconoce el autor, pero igual tienen efectos simbólicos, pasa a revisar nuevamente las críticas que se le hacen al multiculturalismo, tanto desde una orilla más tradicional u ortodoxa del liberalismo, como desde la posmodernidad. No me detendré en ellas, pues de cualquier manera es también una forma de Kymlicka de encasillar a sus críticos, lo que tratamos de esquivar en este escrito.

  61. Me parece más oportuno resaltar la evaluación del multiculturalismo en la práctica, tal como lo percibe y conoce este autor, especialmente en lo que atañe a las comunidades indígenas y las eventuales prácticas iliberales, que eran el punto débil, o más atacado en nuestro contexto, en su Ciudadanía Multicultural.         

  62. Al respecto, señala nuestro autor cómo son innegables algunos beneficios que han obtenido estas minorías. El arte indígena se ha revalorizado, sus rituales se han entronizado con los del Estado, ha habido casos de disculpas públicas de las autoridades sobre injusticias del pasado, se ha otorgado reconocimiento simbólico a sus lenguas y tradiciones, han obtenido formas de respaldo institucional, autogobierno, espacio territorial, etc. La obligación de consultarles es un mecanismo hoy en día aceptado en casi todas las democracias occidentales en donde están asentados. Por supuesto, también hay puntos complicados: la relación entre espacios y posibilidades de desarrollo económico aún es inequitativa en muchos lugares, en otros el reconocimiento de cuestiones como el autogobierno tiene mucho de retórico, las cuestiones relativas a las migraciones internas y la situación de individuos indígenas fuera de sus territorios sigue siendo preocupante y las desigualdades económicas siguen estando en el orden del día.

  63. Lo anterior, en tanto realizaciones progresivas, estaría enmarcado en la idea de progreso paulatino. Lo que me gustaría resaltar es la discusión que plantea el tema de lo que ya no es tanto denominado tradiciones liberales, sino más bien culturalismo tradicional. “¿Han cumplido estas reformas las expectativas liberales, acomodando la diversidad al tiempo que protegían los derechos humanos y difunden los valores liberales? Esto también es objeto de intensa polémica. Algunos señalan que los derechos indígenas están vinculados al conservadurismo cultural. De hecho, las peticiones de los pueblos indígenas suelen citarse como el ejemplo perfecto de las demandas enraizadas en la tradición y la autenticidad cultural. Al tiempo que se cree que los grupos nacionales occidentales comparten los valores liberales de la libertad individual y los derechos humanos, se piensa que los pueblos indígenas rechazan estos mismos valores a favor del comunitarismo y la tradición, y los críticos advierten  que, en estas circunstancias, la concesión de derechos multiculturales puede llevar a un recorte de la libertad individual en el seno de estos grupos…” (Kymlicka, 2009, pág. 164).

  64. Una visión más cercana a lo que sucede en la práctica, y para ello Kymlicka toma especialmente el caso de Guatemala, indica que la situación es un poco más compleja. De acuerdo con su síntesis, por una parte, las prácticas que muchas veces se invocan como ancestrales y auténticas, no lo son, Más bien se trata de creaciones recientes, basadas en una mezcla de diversos ingredientes e influencias culturales a veces disímiles (catolicismo, protestantismo, rezagos coloniales, etc.). De ahí que tampoco sea tan cierta la aparente “distancia cultural” entre los pueblos indígenas y las culturas europeas. Incluso, los mismos grupos denuncian muchas veces cómo éste es más un discurso mediante el cual los líderes se posicionan. Y esta voz se escucha con mayor fuerza cuando proviene de grupos a quienes este posicionamiento discrimina, como el caso de mujeres o refugiados. También se puede evidenciar que el rechazo de los líderes a las formas occidentales no proviene siempre de prácticas contrarias a los derechos humanos (de hecho, muchos afirman que sus sistemas legales tradicionales son coherentes con los derechos humanos) sino de una táctica para rechazar un Estado que se asume como colonial.

  65. Por ello, “la imagen que surge de este debate acerca del impacto de los derechos indígenas sobre la libertad individual es compleja, y no sólo porque en este caso es difícil separar la retórica de la realidad. Por un lado, muchos líderes indígenas defienden los derechos humanos, aunque ello bien podría ser una mera retórica para ocultar una actitud mucho más conservadora. Por otro lado, muchos líderes también emplean un discurso extremadamente tradicional, aun cuando puede que ello sólo sea una estratagema para justificar proyectos modernizadores de autogobierno. En realidad, debemos ir más allá de la mera retórica para ver lo que está sucediendo realmente, la forma en que los pueblos indígenas están ejerciendo sus derechos y capacidades, y el modo en que se articulan los valores políticos de estas comunidades. En este punto, podemos ser moderadamente optimistas al considerar que se está arraigando un modelo de gobierno indígena basado en los derechos humanos, tanto en el seno de las comunidades indígenas como en el conjunto de la sociedad…” (Kymlicka, 2009, pág. 169). 

  66. Particularmente interesado en la situación del multiculturalismo en Europa, especialmente en lo correspondiente a la situación de los países poscomunistas y la presencia de inmigrantes musulmanes, Kymlicka pasa revista a lo que parecería ser un giro importante, a su vez, para el mundo globalizado, que va de la idea de buenas prácticas a la de estándares internacionales (dada la limitada capacidad de las primeras para lograr aceptación en escenarios como los anotados). Anclados en este punto, de todas maneras nuestro autor ilustra cómo hay un doble registro de normas o estándares al interior de la ONU: unos que afectan a los pueblos indígenas y otro orientado a minorías nacionales, como las poscomunistas. Mientras los primeros son construidos en clave humanitaria, los segundos obedecen más a problemas de seguridad e inestabilidad geopolítica: “En cualquier caso, una vez que la comunidad internacional hubo aceptado los principios de la descolonización en ultramar y la segregación racial, se hizo difícil no aceptar las demandas basadas en la injusticia histórica, o negar lo apropiado de ciertas formas de descolonización (interna). Por tanto, la preocupación y el apoyo internacionales a los derechos indígenas reflejan una combinación de motivaciones que se apoya en sólidos argumentos morales acerca de la injusticia de la colonización y de la discriminación racial, así como en un paternalismo residual sobre la vulnerabilidad de las culturas “atrasadas”. Sin embargo, cualquiera que sea esta mezcla de motivos, se trata de argumentos claramente distintos a los que sirvieron de fundamento al caso de las minorías nacionales en Europa. Las minorías nacionales fueron elegidas por motivos de seguridad geopolítica, mientras que los pueblos indígenas lo fueron por razones morales y humanitarias basadas tanto en injusticias históricas como en la protección de grupos vulnerables…” (Kymlicka, 2009, págs. 283 - 284).

  67. Hemos privilegiado, para esta presentación, las tesis correspondientes a pueblos indígenas, y el lugar que les atribuye el filósofo canadiense en el mundo globalizado, por corresponderse mucho más precisamente con los desarrollos del multiculturalismo en nuestro medio, en donde quizás la única minoría nacional que pudiera reclamarse como tal sería la de los raizales del Archipiélago de San Andrés (que, por el momento, no ha sido reconocida como tal, a pesar de que es lo que late en las propuestas de su movimiento más autonomista, como vimos en el capítulo anterior), y tampoco se han desarrollado tesis sobre los derechos de los inmigrantes, salvo los de la comunidad gitana o ROM, que en todo caso tampoco son tratados estrictamente como tales.

  68. Ahora bien, para una comprensión más integral del multiculturalismo, como anunciamos en la presentación, proponemos una muy sucinta revisión de los planteamientos del también filósofo canadiense Charles Taylor y del israelita Joseph Raz, que a nuestro juicio complementan la visión de Kymlicka. En ambos casos, no pretendemos una elaboración detallada ni de la formación del yo (caso de Taylor), ni de su filosofía del derecho (caso de Raz), sino simplemente acotar algunas tesis que ellos han propuesto para el tratamiento de la diferencia cultural.

  69. Charles Taylor, enfatizando la relación entre sujeto y cultura, intenta desarrollar una argumentación sobre la importancia del reconocimiento para el individuo moderno. Apartándose de aquellos teóricos que observan con preocupación lo que sería una creciente radicalización de un individualismo banal y poco comprometido éticamente, rescata el valor de los procesos de interacción social en la construcción de la individualidad.

  70. Así, y siguiendo tesis inspiradas en Rousseau y Herder, postula que nuestra aspiración a la realización personal pasa por aquello que podríamos denominar la autenticidad: una especie de voz interior, de acento propio moral, que nos permite concebir nuestra medida en tanto seres humanos, aquello a lo que debemos ser fieles. Y si antes, en sociedades no democráticas, ese ideal provenía de la posición social, del honor preestablecido, ahora se trata de un proceso que debe generarse internamente, y al cual deben tener acceso todas las personas. De aquí la pretensión universal a la dignidad humana:

    1. Pero la importancia del reconocimiento ha quedado modificada y se ha visto intensificada por la comprensión de la identidad que surge con el ideal de la autenticidad. Esto era en parte producto del declive de la sociedad jerárquica. En esas sociedades anteriores, lo que ahora llamaríamos identidad de una persona quedaba fijada en buena medida por su posición social. Es decir, el trasfondo que daba sentido a lo que la persona reconocía como importante estaba en gran medida determinado por su lugar en la sociedad y el papel o la actividad ligados a esta. El advenimiento de una sociedad democrática no termina por sí mismo con esto, puesto que las personas pueden todavía definirse por sus papeles sociales. Pero lo que socava decisivamente esta identificación socialmente derivada es el ideal mismo de autenticidad. A medida que aparece, como sucede por ejemplo con Herder, me convoca a descubrir mi forma de ser original. Esto no puede, por definición, derivarse socialmente sino que debe generarse internamente…” (Taylor, 1994, pág. 81).

  71. Sin embargo, y éste es un punto decisivo en su teoría, la autenticidad la logramos en un proceso dialógico, con los otros. “De este modo, el que yo descubra mi propia identidad no significa que yo la haya elaborado en el aislamiento, sino que la he negociado por medio del diálogo, en parte abierto, en parte interno, con los demás. Por ello, el desarrollo de un ideal de identidad que se genera internamente atribuye una nueva importancia al reconocimiento. Mi propia identidad depende, en forma crucial, de mis relaciones dialógicas con los demás” (Taylor, 1993, pág. 55) .

  72. Retomando el ejemplo de las luchas feministas, Taylor muestra cómo una imagen social despectiva de las mujeres, desarrollada por las sociedades patriarcales, lleva a su vez a las mujeres a adoptar una imagen despectiva de sí mismas. En este caso, el falso reconocimiento de los otros lleva a afectar la autoestima. Mi identidad depende de manera crucial de los otros.

  73. Desde esta perspectiva, una política pública hacia el reconocimiento igualitario viene desempeñando cada día un papel más importante. En parte, por la extensión de los principios de igualdad para todos y ciudadanía igualitaria. Y, además, por la consolidación de la política de la diferencia: Cada quien debe ser reconocido por su identidad única: “Con la política de la dignidad igualitaria lo que se establece pretende ser universalmente lo mismo, una canasta idéntica de derechos e inmunidades; con la política de la diferencia, lo que pedimos que sea reconocido es la identidad única de este individuo o de este grupo, el hecho de que es distinto de los demás. La idea es que, precisamente, esta condición de ser distinto es la que se ha pasado por alto, ha sido objeto de glosas y asimilada por una identidad dominante o mayoritaria. Y esta asimilación es el pecado cardinal contra el ideal de autenticidad” (Taylor, 1993, pág. 61).

  74. Pero, ¿cómo dar reconocimiento a algo que no es universalmente compartido? Según Taylor, a algunos esta paradoja les lleva a postular la ceguera frente a la diferencia, olvidando que ésta tiene un sustrato similar al de la igualdad de trato: la pretensión universal a igual respeto. Lo que conduce a otros a postular precisamente el punto contrario: Los liberalismos ciegos no son otra cosa que el reflejo de culturas particulares.

  75. Taylor propone una transición suave de los racionamientos de los dos extremos, de forma tal que podamos considerar más claramente el núcleo del asunto. La política de la dignidad igualitaria, que podría asociarse en su origen genéricamente a las teorías de Rousseau, parece requerir una densa unidad de propósito (voluntad general), incompatible con la diferenciación: “La idea de que cualquiera de los conjuntos habituales de derechos puede aplicarse en un contexto cultural de manera diferente que en otro, que sea posible que su aplicación haya de tomar en cuenta las diferentes metas colectivas, se considera totalmente inaceptable...” (Taylor, 1993, pág. 79).

  76. De suyo, la mera adopción de una meta colectiva en nombre de un grupo nacional podría considerarse ya como algo discriminatorio. Siguiendo a Dworkin, el compromiso de una sociedad que propone reconocernos de manera equitativa e igualitaria sólo puede ser procedimental (un compromiso procesal de tratar a las personas con igual respeto), pues una sociedad liberal no podría tener una posición sustantiva en relación con los fines de la vida, y mucho menos sustentar con base en principios como los de minoría o mayoría. Esto sería un liberalismo del tipo 1, fundamentalmente procesal.

  77. Sin embargo, en la otra orilla, se postula la posibilidad de organizar una sociedad liberal en torno a una definición de la vida buena (al fin y al cabo, dada su naturaleza, el bien debe buscarse en común), sin que por ello deban salir perdiendo quienes no comparten ese ideal. Y esto por cuanto una sociedad liberal se distingue precisamente por la forma como trata a sus minorías. Al asignar ciertos derechos a todas las personas, compartan o no la idea de bien común, se crea una barrera a los privilegios e inmunidades. Pero no quiere decir que éstos no existan: sólo que se pueden revocar o restringir por razones de política pública.

  78. Así, “una sociedad con poderosas metas colectivas puede ser liberal siempre que también sea capaz de respetar la diversidad, especialmente al tratar a aquellos que no comparten sus metas comunes, y siempre que pueda ofrecer salvaguardias adecuadas para los derechos fundamentales. Indudablemente, habrá tensiones y dificultades en la búsqueda simultánea de esos objetivos, pero tal búsqueda no es imposible, y los problemas no son, en principio, mayores que aquellos con los que tropieza cualquier sociedad liberal que tenga que combinar, por ejemplo, libertad e igualdad, o prosperidad y justicia” (Taylor, 1993, pág. 89). Este sería un liberalismo del tipo 2, con mayor contenido sustancial.  

  79. En este sentido, cada vez más sociedades liberales multiculturales estarían dispuestas a adoptar este modelo con contenido sustancial, no meramente procesal, en la medida en que la integridad de las culturas tiende a ocupar un lugar importante en las definiciones de vida buena. Tanto, que lleva incluso a sopesar la importancia de algunas formas de trato uniforme que ponen en peligro esta supervivencia cultural, o ponen en suspenso algunos de los derechos fundamentales otorgados a los individuos.

  80. Pero, planteado este punto, que de alguna forma consolidaba como meta legítima la supervivencia cultural, quedaría la pregunta sobre si a todas estas culturas debe dárseles un valor similar. Es decir, si existiría un postulado general a igual respeto de todas las culturas.

  81. Taylor parte de una hipótesis que reconoce como problemática y que es, en buena medida, producto de un acto de fe: las culturas que han animado a sociedades enteras durante algún período considerable tienen algo importante que decir a todos los seres humanos. Pero la validez de este aserto debería probarse en el análisis empírico o histórico: en el estudio de cada cultura en particular.

  82. ¿Cómo lograr esto, si de las culturas que difieren de la nuestra sólo tenemos una idea nebulosa que no nos permite juzgar? ¿Cómo distinguir el respeto de la condescendencia? Podría pensarse: logrando una fusión de horizontes que permita juicios de valor igualitario. Pero esto nos llevaría al resbaloso campo de la objetividad y la verdad, o quizás simplemente al del poder. Mientras tanto, no existe nada que nos permita afirmar que las culturas tienen igual valor, pero sí la presuposición de que podrían tenerlo (Taylor considera que descartar esta posibilidad supondría un acto de arrogancia suprema), lo que nos llevaría a una especie de exigencia moral por igual respeto.

  83. Finalmente, las anteriores ideas sobre el multiculturalismo podrían cerrarse con la reflexión que nos propone Joseph Raz. Para este pensador, el liberalismo actual enfrenta diversos retos, entre los que destaca una actitud de tolerancia frente a la diversidad de valores, la necesidad de avanzar en políticas de no discriminación basada en nacionalidad, origen étnico, raza o religión, entre otros, y enfrentar el problema de las minorías mediante la afirmación del multiculturalismo (Raz, 2001).

  84. A pesar de que acepta que su concepto de multiculturalismo es ambiguo, y se aplica para aquellas sociedades en las que existen diversas comunidades culturales estables y que tienen la capacidad de perpetuarse (y, por ende, no se aplica a quienes no tienen dicha capacidad, o donde no existe el interés de mantener dicha identidad separada), tanto si se mezclan y comparten los respectivos servicios públicos como si no, su defensa se basa en que negarlo, aún en esas condiciones diferentes, lleva a un liberalismo de supermercado.

  85. El camino que le lleva a postular lo anterior, es acumulativo. En primer lugar, Raz considera que el liberalismo no es meramente una moral política, sino que ésta a su vez surge de una visión de lo que constituye el bien para los seres humanos. Y que hacernos cargo de nuestras propias vidas, a través de nuestras elecciones sucesivas, constituye un valor en esa dirección, que es también el sustento de la libertad.

  86. A su vez, la libertad depende de las opciones, y las opciones presuponen una cultura. Todas nuestras decisiones están inmersas en una densa red de acciones e interacciones complejas, y sólo a través de una socialización de una cultura nos es posible canalizarlas. En este contexto, la unicidad de una cultura facilita las relaciones sociales, así como una comunidad cultural próspera afecta el bienestar individual de manera positiva, y afirma el sentido de la propia identidad (Raz, 2001, págs. 190 - 194).

  87. Pero la pluralidad de valores y estilos de vida resulta un lugar común. Y aquí es donde aparece el valor del multiculturalismo, que exigiría que todas las comunidades constitutivas de una sociedad se toleren entre sí. Pero este valor no está dado por la cultura en sí, sino por el tinte de las sociedades liberales: “Finalmente, el argumento anterior ha revelado el elemento dialéctico más fundamental en el multiculturalismo liberal. Aunque respeta una variedad de culturas, se niega a tomarlas en la estimación que ellas mismas se atribuyen. Tiene sus propias razones para respetar las culturas… En particular, el multiculturalismo insta al respeto por las culturas que no son en sí mismas culturas liberales (muy pocas lo son). Como veremos, lo hace al mismo tiempo que impone la protección liberal de la libertad individual en tales culturas. Esto en sí mismo conlleva un conflicto con las mismas culturas que insta al gobierno a respetar. El conflicto es inevitable porque el multiculturalismo liberal reconoce y respeta aquellas culturas debido a que están al servicio de valores verdaderos, y en la medida en que lo hagan. Dado que su respeto por las culturas está condicionado y basado desde un punto de vista exterior a muchas de ellas, no resulta muy sorprendente que se encuentre en una difícil alianza con quienes apoyan dichas culturas, en ocasiones uniéndoseles en un frente común mientras que en otras se vuelven contra ellos para imponer ideales de tolerancia y de respeto mutuo, o para proteger a los miembros de las mismas culturas contra la opresión por parte de su propio grupo…” (Raz, 2001, pág. 198).

  88. Lo anterior no significa, para Raz, que se pueda afirmar entonces que algunas culturas son superiores (o inferiores) a otras. Cada una de ellas es valiosa, pero cada una de ellas puede ser mejorada de acuerdo con su propio espíritu y dentro de sus propios recursos. Y aun cuando es difícil pretender igual conocimiento e interés en todas ellas, de ello no se deriva la imposibilidad de compartir lo que sea valioso. Y frente a lo que no lo es (piénsese, por ejemplo, en una cultura esclavista), es necesario considerar que incluso en ellas hay elementos para que sus miembros encuentren aspectos valiosos. Lo que no quiere decir, para nuestro autor, que deba tolerarse la opresión, sino que constituye una invitación a obrar con moderación y consideración.

  89. Ahora bien, estos elementos le permiten a Raz llegar al punto de fusión o articulación, que ubica en una combinación entre solidaridad y cultura política común: “La solidaridad cívica es esencial para la existencia de una sociedad política bien ordenada. Pero el argumento se apresura al afirmar que una cultura común es esencial para la solidaridad, y que el multiculturalismo no resulta consistente con la existencia de una cultura común… La verdad es que el multiculturalismo, aunque sostenga la perpetuación de distintos grupos culturales en una única sociedad política, también exige la existencia de una cultura común en la cual se encuentren inmersas las diferentes culturas coexistentes. Esto es el resultado directo del hecho de que habla por una sociedad en la cual los diferentes grupos culturales coexisten en relativa armonía, compartiendo el mismo régimen político…” (Raz, 2001, pág. 203).


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